Paul Conrray es uno de los agentes más famosos de la CIA. Pero no siempre fue así: hasta hace un año Paul Conrray era un simple detective que vivía en Los Ángeles, pero todo cambió esa mañana de diciembre...
Paul y yo, su mejor amigo y compañero, estábamos en nuestra oficina esperando por algún llamado de trabajo, cosa que hacía semanas que no ocurría, cuando de repente sonó el teléfono. Mi amigo Paul atendió al instante, y después de anotar unas cuantas cosas en un papel colgó el teléfono. Entonces se paró y dijo pasándome mi sobretodo gris:
- Ten, tenemos trabajo.
- ¿Un asesinato?- dije sonriendo.
- No.
- ¿Un robo, un secuestro?
- No, quieren que atrapemos a un criminal, “La Cobra” o algo así.
- ¿La Cobra? Es una leyenda, escurridizo, dicen que asecha a los más débiles, se camufla, se escabulle, pero cuando ataca no hay quien se salve.
- Ja, no importa, será nuestro- me contestó Paul con total calma.
Y salimos de nuestra oficina. Fuimos a la dirección donde La Cobra había atacado por última vez y allí nos dijeron que llevaba puesto un traje negro con algunas manchas grises, y que al oír las sirenas de la policía se había escapado por la ventana.
Eso nos sorprendió, o por lo menos a mi. La Cobra jamás deja que alguien a quien no va a matar lo vea. Pero aún así todos comenten errores, y como dijo Paul, todo lo que está en la cima algún día perderá el equilibrio y caerá. Así que nos centramos en buscar pistas en el callejón por donde la cobra había escapado.
Para facilitarnos un poco el trabajo llevamos a Lucy, nuestra sabueso, para que rastrease cualquier olor extraño. Y así lo hizo: Lucy olfateó hasta que encontró un diminuto trozo de cuerda, de seguro el que La Cobra había usado para escapar, no lo sé. Pero Lucy nos guió hasta donde sentía el aroma y terminamos debajo del puente de la autopista. Paul estaba un poco desconcertado, pero le dijo que se calmara y analizara todo, y así lo hizo: las columnas del puente estaban pintadas con aerosol, todo estaba lleno de basura y las casas de alrededor desabitadas, excepto por una pequeña casita apenas visible.
Nos dirigimos hacia la casa y tratamos de espiar por las ventanas, pero estaban tan sucias que solo oímos una extraña conversación. Eran dos hombres que discutían por teléfono: el que estaba en la casa hablaba lento y con una voz ronca, mientras los gritos que se oían del otro lado del teléfono eran de una voz aguda, con “S” muy pronunciadas y hablaba disparejamente (a veces despacio y otras muy rápido), era imposible no creer que el que estaba al otro lado era La Cobra.
Después de un largo rato la comunicación se cortó y el hombre de voz ronca salió de la casa. Lo seguimos y terminamos en el centro de la cuidad, en un callejón sucio y oscuro, allí voz ronca tocó una puerta con una seña y cuando le abrieron simplemente entró. Hicimos lo mismo y después de tocar con el mismo ritmo entramos.
Nos sorprendió ver que nadie había abierto la puerta, todo el lugar estaba iluminado por una luz muy tenue, nos acercamos a la mesa y un sujeto sentado en las sombras disparó cuatro tiros: uno le dio a la puerta, el otro, a la pared, el otro al brazo izquierdo de Paul y el otro me dio en el pecho. Yo caí al suelo, morí en el acto, pero Paul se abalanzó sobre ese sujeto y lo tiró al piso. Era un tipo muy flaco, de piel pálida y ojos muy, muy claros casi blancos; mi amigo sacó de su sobretodo una cuerda inmovilizadota de última tecnología y lo amordazó: mi acecino era La Cobra y mi mejor amigo, Paul, lo había capturado.
La policía llegó unos minutos después, La Cobra fue condenado a cadena perpetua y Paul, como ya les dije, se convirtió en agente de la CIA.
Pero yo no me fui, mi sueño siempre fue capturar a La Cobra, y en cierta medida lo hice, porque lo perseguí y lo atormente como un fantasma hasta el día de ayer, cuando decidió suicidarse, justo un año después de haberme acecinado.
Quién necesita armas cuando tenemos palabras? Las palabras son las mejores armas del mundo, el mejor transporte, las que pueden hacer los sueños realidad... Las palabras quedan gravadas, penetran, crean... Las palabras son como el fuego, aliméntalas de forma adecuada y perdurarán, olvídalas, y aún así dejarán cenizas...
26 sept 2008
23 sept 2008
El pasillo
El pasillo
Ese pasillo, ese lugar (quizás) infinito, no podía ser más cautivador. Hacia el frente esa meta inalcanzable, hacia arriba esa bóveda oscura que parecía succionarte; a la derecha, puertas y más puertas que llevaban a quien sabe cuantos lugares iguales o distintos, infinitos, cíclicos, abismales. A la izquierda, la misma cantidad de antorchas encendidas que de puertas, antorchas a las que, quizás, más adelante preste atención. Hacia atrás el inicio olvidado, lejano, inconcebible, tan lejano que le parecía nunca haber comenzado. Abajo agua, agua y más agua, fría, inconstante, transparente y rojiza, y aún así no la mojaba, solo cubría sus pies, enfriándolos.
Diecisiete años, diecisiete años hacía que caminaba por ese pasillo, o al menos eso creía, porque no recordaba haber dado el primer paso, el primer aliento; pero había quienes sí lo recordaban, quienes le decían con firmeza que hacía diecisiete años había comenzado el camino. Pero ella no confiaba en la palabra de los demás tan fácilmente, si ella no lo recordaba, ¿por que había de creerle a alguien más si al fin y al cabo era ella la que caminaba y no ese alguien? En fin, alejó sus pensamientos del tiempo y se centró en las antorchas.
Las antorchas, que iluminaban y le daban una tonalidad rojiza al ambiente, siempre habían estado encendidas, siempre habían tenido la misma intensidad, siempre habían chisporroteado de la misma forma. Eso le hizo pensar algo, algo en lo que nunca había reparado. ¿Y si ese pasillo, en lugar de ser infinito o finito, era cíclico? ¿Y si solo estaba girando y girando, como en la vuelta al mundo del parque de diversiones? Dando vueltas y vueltas, observando siempre el mismo paisaje, pero tan lentas eran estas vueltas que cada vez que iniciaba una nueva se sorprendía de ver lo que veía por primera vez, que en realidad ya había visto. En ese momento se detuvo, si el pasillo era cíclico, si volvería a ver las mismas antorchas, las mismas puertas, el mismo techo, la misma agua infinitamente, era inútil seguir, una pérdida de tiempo.
Se enfureció al darse cuenta de que estaba desperdiciando su tiempo, que había desperdiciado tantos años en intentar llegar a un lugar al que nunca (si su suposición era cierta) llegaría. Quiso sentarse para esperar, pero se dio cuenta de que era inútil, de que no podría sentarse a esperar porque no había nada qué esperar. Aún enojada miró una de las puertas y se decidió abrirla. Se acercó, levantó el brazo y justo cuando estaba por tomar el picaporte se detuvo. Se dijo que si ya había caminado tanto tiempo no podía desperdiciar ese camino recorrido, no podía tirar a la basura lo que ya había hecho, debía continuar, sin importar el resultado o el destino de esa caminata, debía continuar.
Sin pensarlo más, volvió al centro del pasillo y continuó caminando, lenta y constantemente, sin parar, sin darse cuenta de la dirección que había tomado, porque al fin y al cabo descubrir la verdadera forma de ese pasillo era inconcebible.
Ese pasillo, ese lugar (quizás) infinito, no podía ser más cautivador. Hacia el frente esa meta inalcanzable, hacia arriba esa bóveda oscura que parecía succionarte; a la derecha, puertas y más puertas que llevaban a quien sabe cuantos lugares iguales o distintos, infinitos, cíclicos, abismales. A la izquierda, la misma cantidad de antorchas encendidas que de puertas, antorchas a las que, quizás, más adelante preste atención. Hacia atrás el inicio olvidado, lejano, inconcebible, tan lejano que le parecía nunca haber comenzado. Abajo agua, agua y más agua, fría, inconstante, transparente y rojiza, y aún así no la mojaba, solo cubría sus pies, enfriándolos.
Diecisiete años, diecisiete años hacía que caminaba por ese pasillo, o al menos eso creía, porque no recordaba haber dado el primer paso, el primer aliento; pero había quienes sí lo recordaban, quienes le decían con firmeza que hacía diecisiete años había comenzado el camino. Pero ella no confiaba en la palabra de los demás tan fácilmente, si ella no lo recordaba, ¿por que había de creerle a alguien más si al fin y al cabo era ella la que caminaba y no ese alguien? En fin, alejó sus pensamientos del tiempo y se centró en las antorchas.
Las antorchas, que iluminaban y le daban una tonalidad rojiza al ambiente, siempre habían estado encendidas, siempre habían tenido la misma intensidad, siempre habían chisporroteado de la misma forma. Eso le hizo pensar algo, algo en lo que nunca había reparado. ¿Y si ese pasillo, en lugar de ser infinito o finito, era cíclico? ¿Y si solo estaba girando y girando, como en la vuelta al mundo del parque de diversiones? Dando vueltas y vueltas, observando siempre el mismo paisaje, pero tan lentas eran estas vueltas que cada vez que iniciaba una nueva se sorprendía de ver lo que veía por primera vez, que en realidad ya había visto. En ese momento se detuvo, si el pasillo era cíclico, si volvería a ver las mismas antorchas, las mismas puertas, el mismo techo, la misma agua infinitamente, era inútil seguir, una pérdida de tiempo.
Se enfureció al darse cuenta de que estaba desperdiciando su tiempo, que había desperdiciado tantos años en intentar llegar a un lugar al que nunca (si su suposición era cierta) llegaría. Quiso sentarse para esperar, pero se dio cuenta de que era inútil, de que no podría sentarse a esperar porque no había nada qué esperar. Aún enojada miró una de las puertas y se decidió abrirla. Se acercó, levantó el brazo y justo cuando estaba por tomar el picaporte se detuvo. Se dijo que si ya había caminado tanto tiempo no podía desperdiciar ese camino recorrido, no podía tirar a la basura lo que ya había hecho, debía continuar, sin importar el resultado o el destino de esa caminata, debía continuar.
Sin pensarlo más, volvió al centro del pasillo y continuó caminando, lenta y constantemente, sin parar, sin darse cuenta de la dirección que había tomado, porque al fin y al cabo descubrir la verdadera forma de ese pasillo era inconcebible.
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